Había una vez una niña que creció en una casa donde el agua no era tibia,
donde el silencio no era paz,
sino mordaza.
Cada vez que pedía un baño,
le decían no
como si limpiar su cuerpo fuera un pecado,
y no un derecho.
Creció creyendo que su olor era culpa,
que su piel era vergüenza,
que su voz molestaba
más que los pasos del abusador que vivía con ellos.
El tiempo pasó como un tren que no paraba en su estación.
Un día, decidió vender su cuerpo
y con ese precio
compró agua caliente.
Se duchó con fuego suave,
llorando
como quien se deshace del hielo.
Y prometió: Nunca más el frío.
Pero creyó en su madre otra vez.
Volvió al sur,
sin su gato,
sin su cama,
sin su techo seguro.
El arrendador la miraba como la miraban antes:
no con deseo,
sino con poder.
Tuvo miedo.
Y menstruación.
Y otra vez, sin agua.
Otra vez, sin voz.
Entonces vino la violación,
como un ladrón sin pasamontañas,
y su madre dijo: tú te lo buscaste.
La dejó en una casa que parecía una trampa para ratas.
Le quitó la comodidad
que ella misma había construido
con su trabajo —aunque lo despreciara—
porque al menos ahí,
nadie le dijo que su cuerpo no valía.
Y cuando quiso hablar,
cuando abrió la herida,
la madre preguntó:
¿cuándo estarás mejor?
¿cuándo vas a creer en ti?
Y luego colgó.
Como si las palabras fueran tijeras.
Como si el abandono tuviera tono de llamada.
Como si el dolor
pudiera terminar con un clic.
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