martes, 29 de abril de 2025

"La niña que no comía carne"

 


Dejé de comer carne a los nueve años. No por los animales —aunque también lloraba por ellos—, sino porque en cada trozo veía la violencia. Era roja, cruda, colgando. Como mi cuerpo, como mi niñez. Me lo dijo el estómago antes que la boca: no más carne. Era sangre. Era él.

Mi abuelo decía que era Jesús. Que había que dejarle espacio en la cama, que era sagrado dormir con él. Yo, de tres, de cinco, de siete... me desdoblaba para hacerle lugar. Y cada noche, el “Jesús” de mi familia me penetraba con sus manos o su voz. Me decía que esto también era parte del evangelio. Que el cuerpo de Cristo no debía resistirse.

Después fue la polola de mi mamá. Una figura sonriente que me llevaba al baño a “jugar”. Ella también hablaba de Dios, pero sus manos no bendecían. Entre los tres y los nueve años, la carne de mi cuerpo fue comida por otros, y yo... dejé de comer carne.

Mi mamá no supo qué hacer cuando me negué a comer. Me llevó a una pastora. Después a un pastor. Me dijeron que tenía demonios. Que por eso no quería carne. Me hicieron ayunos, oraciones, me santiguaron, me rociaron con aceite, me obligaron a gritar “¡Jesús es mi sanador!” mientras temblaba de hambre, de rabia, de miedo.

No sabían que no quería carne porque ya había sido comida.

Años después, cuando los gritos de mi infancia se convirtieron en silencios adultos, empecé a notar mis mecanismos: la despersonalización, el pánico, la desconfianza, las adicciones emocionales. Los psicólogos les llamaron trastornos. Yo les llamé sobrevivencia.

En mi camino de sanación me crucé con otra terapeuta de adicciones. Era amable. Pero hablaba de Dios como si fuera la única salida. Yo me preguntaba: ¿Dios? ¿Ese Dios al que yo le suplicaba de niña que me salvara? ¿El mismo que dormía en la cama con mi abuelo y no hizo nada? ¿El que me dejó callada, inmóvil, muda, entre crucifijos?

Cuando le dije que la salud mental no puede basarse en fórmulas espirituales, que la educación sexual, la validación del trauma y la ciencia son vitales, me miró con lástima. Como si yo estuviera perdida. Pero yo no estaba perdida. Yo estaba viva.

Yo elegí mi carne. No la de ellos. Elegí mi cuerpo, mi voz, mi historia. Elegí decir que no. A Dios. A la carne. A los terapeutas que invalidan. A los que creen que rezar borra violaciones. Que un versículo puede curar una niñez quemada.

Hoy, no como carne. No porque aún me duela. Sino porque elegí no repetir la cadena. No seguir tragando lo que otros me obligaron a soportar.

Esta no es una historia de conversión. Es una historia de reconstrucción. Porque hay fe en la palabra cuando es libre. Hay salvación en el cuerpo cuando se escucha. Y hay evangelio también —pero uno real— cuando una niña aprende a decir: “Esto fue abuso. Y no fue culpa mía.”

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