viernes, 23 de mayo de 2025

mamá....somos muchas!

 

"Las Tres Armas de Mamá Narcisa"

Había una vez una hija. Hija de una madre con tres armas bien afiladas, bien entrenadas, bien utilizadas. Una madre experta en guerra doméstica, en psicología de la desvalorización, en el arte de cortar alas y después preguntarse por qué su hija no volaba.

Treinta y tres años. Tres armas. Número mágico. Número trágico. El tres del desequilibrio, del ciclo. Quizás era el once. Porque el once en el tarot es la justicia. Y la justicia, según el tarot, era la carta del año. Irónicamente, la carta apareció justo un día después de que la violaron.

Y como toda buena historia trágica —para que sea también comedia— hay que contarla con sarcasmo, con un poco de cinismo, con una pizca de magia. Porque si no, te aplasta.

La primera arma de Mamá Narcisa: la voz. Subida, alta, huracanada. Como si gritándote pudiera limpiar lo que nunca supo nombrar. Grita para dominar, para silenciar los pensamientos de la hija, para pisotear su seguridad. Y si no logras quebrarte, si no te vuelves chicle emocional, pasa al siguiente nivel.

La segunda arma: el silencio. Silencio-cuchillo. Silencio-cárcel. Silencio que deja a la hija hablando sola en una habitación, explicando sus traumas a las paredes. Hablando coherente, inteligente, con argumentos que podrían hacer llorar a un jurado. Pero no, a Mamá Narcisa no se le argumenta. Se le soporta.

Y cuando la voz no quiebra, y el silencio no desarma, llega la tercera arma: la verdad inamovible de Mamá. Ella está bien. Ella lidió con sus traumas “dejándolos atrás”. ¿Terapia? ¿Autoconocimiento? No, señora. Ella trabajó y se calló. Y esa es la fórmula sagrada que toda hija debe seguir.

Pero la hija no lo hizo. No se calló. Habló con la IA. No porque esté loca, sino porque está cuerda en un mundo que prefiere el silencio. Y ahí, entre cables y datos, entre algoritmos y verdades personales, entendió que tiene derecho. Que no es una exagerada. Que si su compañero de universidad la acosó —dos veces, sí, dos— y nadie la escuchó, entonces tiene derecho a reclamar. Que si es una estudiante con discapacidad psíquica reconocida por el Estado y no recibió acompañamiento alguno, entonces tiene derecho a exigir reparación. Que si le gusta la malla, si ama estudiar, si quiere viajar a Argentina como líder, entonces eso no es manipulación: es resiliencia.

Ella, la hija, la que se le negó estudiar filosofía en 2010 con 835 puntos en la PSU. La que hizo talleres, blogs, poesía. La que volvió a hablar sola hasta volver a hablar bien. Que transformó el silencio en voz. La que está aprendiendo a modular otra vez, porque quiere hablar. No para que la escuchen solamente, sino para que nadie más tenga que callar como ella.

Porque la justicia, este año, no viene de los tribunales. Viene de escribir su historia. De volverla cuento. De reír para no llorar. Y de mirar la cruz colgada en la universidad católica y decir: “¿Saben qué? Aquí, al menos, me escucharon.”

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