martes, 29 de abril de 2025

otro trauma más

 

“La jaula y el espejo”

Desde pequeña, aprendí a leer los silencios antes que las palabras. Mi cuerpo era un campo santo: lo pisaban como si no doliera, como si no fuera mío. Desde los tres años, entendí que los adultos podían usar la palabra Dios como llave para abrir puertas que jamás debieron tocar. Mi abuelo, que decía ser Jesús, entraba cada noche a mi cama como si fuera el altar. Decía que dormir conmigo era sagrado. Y yo, chiquita, dejaba espacio en la cama para que se acostara… y me borrara.

La polola de mi mamá también decía cosas de Dios. Me decía que "el amor se muestra" mientras cerraba la puerta del baño. Entre los tres y los nueve años, mi carne fue tierra invadida por manos disfrazadas de fe. Hasta que un día, mi cuerpo gritó. Dejó la carne. La de los animales, sí, pero también la de la violencia. No quería tragar más muerte.

Mi mamá no entendía. Me llevó a pastores, a pastoras, a mujeres con pañuelos que gritaban en lenguas. Me decían que había demonios en mí por rechazar la carne. Que Dios me sanaría. Pero Dios no dijo nada. Dios no estuvo cuando lo necesitaba. Solo estaban ellos. Y su voz, cada vez más alta, como queriendo callar la mía.

Crecí en esa jaula. Una jaula donde los barrotes no eran de hierro, sino de profecías, sermones, consejos no pedidos y mandatos con nombre de salvación. Y en esa jaula, mi mamá tenía las llaves. Ella decidía quién podía hablar conmigo, quién me podía guiar, cómo debía sanar. Siempre alguien relacionado con Dios, nunca alguien relacionado con mi verdad.

Los años pasaron. Intenté quitarme la vida más de una vez. Pero ni eso la hizo detenerse. Para ella, era más importante que yo estuviera bendecida que viva. Que estuviera callada que libre. Cuando hablaba, molestaba. Cuando cuestionaba, enojaba. Cuando mostraba mis heridas, me decían que perdonar es lo que haría Dios. Que sanar era un acto de fe. Pero yo sabía que el perdón sin verdad es sólo otra forma de olvido.

Estudiar Psicología fue como aprender a hablar otro idioma. Uno donde el dolor se nombra, donde el cuerpo se escucha, donde el trauma no se barre con agua bendita. Fue en ese nuevo lenguaje donde entendí que no estaba rota, que lo que me pasaba tenía nombre: trauma complejo, abuso, disociación. Que pensar no es rebelarse, es vivir.

Una terapeuta de 62 años me dijo que solo Dios podía sanar las adicciones. Que si no sentía a Dios, no me sanaría. Pero yo ya no creo en salvadores que callan el dolor. No porque no crea en una fuerza espiritual —sí la siento, sí me acompaña, sí me ayuda a meditar, a observar, a respirar—, sino porque esa fuerza no grita, no impone, no censura. No se ofende si pienso distinto.

Ella se enojó. Como otros antes. Como mi mamá. Porque no acepté que el pecado fuera mío. Porque no me dejé llevar. Porque no me tragué la culpa entera. Me dijeron que yo era el problema por no acatar la doctrina. Pero yo ya me había salvado una vez: cuando elegí la introspección antes que la sumisión.

Descubrí que muchos de esos terapeutas, como los pastores, también ocultan secretos. Silencios sexuales. Encubrimientos. Pactos de olvido. Y entendí que la espiritualidad mal entendida puede ser tan peligrosa como la droga misma. Porque adormece. Porque culpa. Porque vuelve a encerrar.

Hoy no soy una víctima. Soy una mujer que sobrevivió a su propia historia. Que encontró en el conocimiento, la meditación, la escritura y el pensamiento crítico su verdadera salvación. Que no niega lo espiritual, pero tampoco se rinde a lo que no se cuestiona. Que no calla más por no molestar.

Mi mamá sigue intentando controlarme. Pero ya no puede con mi voz. Mi mente, mi cuerpo y mi historia me pertenecen. La jaula se abrió. Y en el espejo ya no veo una hereje, ni una hija ingrata, ni una oveja descarriada.

Veo a una mujer libre. Que pensó, sintió, gritó y se salvó.

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