miércoles, 30 de abril de 2025

De hueso y ungüentos

 

Había una vez una niña que creció en una casa donde el agua no era tibia,
donde el silencio no era paz,
sino mordaza.
Cada vez que pedía un baño,
le decían no
como si limpiar su cuerpo fuera un pecado,
y no un derecho.

Creció creyendo que su olor era culpa,
que su piel era vergüenza,
que su voz molestaba
más que los pasos del abusador que vivía con ellos.

El tiempo pasó como un tren que no paraba en su estación.
Un día, decidió vender su cuerpo
y con ese precio
compró agua caliente.
Se duchó con fuego suave,
llorando
como quien se deshace del hielo.
Y prometió: Nunca más el frío.

Pero creyó en su madre otra vez.
Volvió al sur,
sin su gato,
sin su cama,
sin su techo seguro.
El arrendador la miraba como la miraban antes:
no con deseo,
sino con poder.
Tuvo miedo.
Y menstruación.
Y otra vez, sin agua.
Otra vez, sin voz.

Entonces vino la violación,
como un ladrón sin pasamontañas,
y su madre dijo: tú te lo buscaste.
La dejó en una casa que parecía una trampa para ratas.
Le quitó la comodidad
que ella misma había construido
con su trabajo —aunque lo despreciara—
porque al menos ahí,
nadie le dijo que su cuerpo no valía.

Y cuando quiso hablar,
cuando abrió la herida,
la madre preguntó:
¿cuándo estarás mejor?
¿cuándo vas a creer en ti?

Y luego colgó.

Como si las palabras fueran tijeras.
Como si el abandono tuviera tono de llamada.
Como si el dolor
pudiera terminar con un clic.

"Me cortó"

 


Me dijo
¿cuándo vas a creer en ti?
como si yo fuera
una flor que se riega sola
con sangre.

Me dijo
¿cuándo estarás mejor?
como si el tiempo
fuera un ungüento
que no necesita verdad
ni memoria
ni madre.

Yo tenía frío,
no del invierno
—del sur que no es sur sino abismo—
sino de no poder bañarme
con la sangre que ya no quiero ver
en mi ropa
en mi cama
en mi historia.

Y me colgó.
Así.
Me cortó.
Como si yo fuera el problema.
Como si la cuerda fuera mía.

martes, 29 de abril de 2025

otro trauma más

 

“La jaula y el espejo”

Desde pequeña, aprendí a leer los silencios antes que las palabras. Mi cuerpo era un campo santo: lo pisaban como si no doliera, como si no fuera mío. Desde los tres años, entendí que los adultos podían usar la palabra Dios como llave para abrir puertas que jamás debieron tocar. Mi abuelo, que decía ser Jesús, entraba cada noche a mi cama como si fuera el altar. Decía que dormir conmigo era sagrado. Y yo, chiquita, dejaba espacio en la cama para que se acostara… y me borrara.

La polola de mi mamá también decía cosas de Dios. Me decía que "el amor se muestra" mientras cerraba la puerta del baño. Entre los tres y los nueve años, mi carne fue tierra invadida por manos disfrazadas de fe. Hasta que un día, mi cuerpo gritó. Dejó la carne. La de los animales, sí, pero también la de la violencia. No quería tragar más muerte.

Mi mamá no entendía. Me llevó a pastores, a pastoras, a mujeres con pañuelos que gritaban en lenguas. Me decían que había demonios en mí por rechazar la carne. Que Dios me sanaría. Pero Dios no dijo nada. Dios no estuvo cuando lo necesitaba. Solo estaban ellos. Y su voz, cada vez más alta, como queriendo callar la mía.

Crecí en esa jaula. Una jaula donde los barrotes no eran de hierro, sino de profecías, sermones, consejos no pedidos y mandatos con nombre de salvación. Y en esa jaula, mi mamá tenía las llaves. Ella decidía quién podía hablar conmigo, quién me podía guiar, cómo debía sanar. Siempre alguien relacionado con Dios, nunca alguien relacionado con mi verdad.

Los años pasaron. Intenté quitarme la vida más de una vez. Pero ni eso la hizo detenerse. Para ella, era más importante que yo estuviera bendecida que viva. Que estuviera callada que libre. Cuando hablaba, molestaba. Cuando cuestionaba, enojaba. Cuando mostraba mis heridas, me decían que perdonar es lo que haría Dios. Que sanar era un acto de fe. Pero yo sabía que el perdón sin verdad es sólo otra forma de olvido.

Estudiar Psicología fue como aprender a hablar otro idioma. Uno donde el dolor se nombra, donde el cuerpo se escucha, donde el trauma no se barre con agua bendita. Fue en ese nuevo lenguaje donde entendí que no estaba rota, que lo que me pasaba tenía nombre: trauma complejo, abuso, disociación. Que pensar no es rebelarse, es vivir.

Una terapeuta de 62 años me dijo que solo Dios podía sanar las adicciones. Que si no sentía a Dios, no me sanaría. Pero yo ya no creo en salvadores que callan el dolor. No porque no crea en una fuerza espiritual —sí la siento, sí me acompaña, sí me ayuda a meditar, a observar, a respirar—, sino porque esa fuerza no grita, no impone, no censura. No se ofende si pienso distinto.

Ella se enojó. Como otros antes. Como mi mamá. Porque no acepté que el pecado fuera mío. Porque no me dejé llevar. Porque no me tragué la culpa entera. Me dijeron que yo era el problema por no acatar la doctrina. Pero yo ya me había salvado una vez: cuando elegí la introspección antes que la sumisión.

Descubrí que muchos de esos terapeutas, como los pastores, también ocultan secretos. Silencios sexuales. Encubrimientos. Pactos de olvido. Y entendí que la espiritualidad mal entendida puede ser tan peligrosa como la droga misma. Porque adormece. Porque culpa. Porque vuelve a encerrar.

Hoy no soy una víctima. Soy una mujer que sobrevivió a su propia historia. Que encontró en el conocimiento, la meditación, la escritura y el pensamiento crítico su verdadera salvación. Que no niega lo espiritual, pero tampoco se rinde a lo que no se cuestiona. Que no calla más por no molestar.

Mi mamá sigue intentando controlarme. Pero ya no puede con mi voz. Mi mente, mi cuerpo y mi historia me pertenecen. La jaula se abrió. Y en el espejo ya no veo una hereje, ni una hija ingrata, ni una oveja descarriada.

Veo a una mujer libre. Que pensó, sintió, gritó y se salvó.

mano en mano en pastores a psicólogos a terapeutas del GOD DIOSSS

 Soy sobreviviente de abusos sexuales en la infancia, de abandono, de silencios que dolieron más que los golpes, y también he vivido la experiencia devastadora de la poliadicción. Mi proceso de recuperación ha sido largo, doloroso y muy personal. No ha estado sostenido por una religión, ni por una figura divina como salvadora absoluta, sino por el trabajo constante de reconstruirme desde adentro: entender mi historia, darle nombre a mis heridas y decidir, poco a poco, qué tipo de sentido quiero darle a lo que viví.

No niego que pueda existir algo que nos acompaña —una energía, una fuerza, algo que para algunas personas se llama Dios—. En algunos momentos, esa idea me ha dado consuelo, silencio, calma. Pero ese Dios del que hablo no es el castigador que me enseñaron, ni el que se presenta como la única salvación, ni el que se impone como verdad cerrada en un proceso terapéutico.

Hace poco viví una experiencia profundamente incómoda con una terapeuta de adicciones que usaba su creencia en Dios como eje central de su intervención. Escuché frases como “Dios siempre estuvo contigo” o “Él es la única solución”, en un contexto donde yo hablaba de abusos cometidos justamente por personas que decían actuar en su nombre. Cuando intenté expresar mi mirada distinta, me encontré con enojo, con cambio de tono, con una sensación de juicio por no decir que sí a todo. No se validó lo que yo decía. Se cerró el diálogo. Y lo que debería haber sido un espacio de escucha se volvió un lugar donde mi pensamiento crítico fue visto como un problema.

No me opuse a su fe. Lo que rechacé fue su necesidad de convertir su experiencia personal en una norma para mí. No todas las personas sanamos igual. No todas encontramos sentido en los mismos símbolos. Para mí, la espiritualidad puede ser un recurso, pero no reemplaza el análisis profundo del trauma, ni la necesidad urgente de una educación sexual verdadera, ni el trabajo psíquico real que implica salir de la adicción y reconstruirse.

Yo no estoy “perdida” por cuestionar. No estoy “dañada” por pensar distinto. Estoy viva, lúcida y consciente porque decidí hacerme cargo de mi historia con herramientas que no me impusieran un relato ajeno. A veces, lo único que necesitamos es que alguien nos escuche sin necesidad de darnos respuestas absolutas. Que acompañe sin intentar moldear.

Creo en una fuerza que acompaña, sí. Pero esa fuerza no grita, no castiga, no impone. Esa fuerza me respeta si dudo, si cuestiono, si decido no callar.

Sanar no es repetir lo que otros dicen. Sanar es poder decir, con libertad: este es mi camino, y también es válido.

"La niña que no comía carne"

 


Dejé de comer carne a los nueve años. No por los animales —aunque también lloraba por ellos—, sino porque en cada trozo veía la violencia. Era roja, cruda, colgando. Como mi cuerpo, como mi niñez. Me lo dijo el estómago antes que la boca: no más carne. Era sangre. Era él.

Mi abuelo decía que era Jesús. Que había que dejarle espacio en la cama, que era sagrado dormir con él. Yo, de tres, de cinco, de siete... me desdoblaba para hacerle lugar. Y cada noche, el “Jesús” de mi familia me penetraba con sus manos o su voz. Me decía que esto también era parte del evangelio. Que el cuerpo de Cristo no debía resistirse.

Después fue la polola de mi mamá. Una figura sonriente que me llevaba al baño a “jugar”. Ella también hablaba de Dios, pero sus manos no bendecían. Entre los tres y los nueve años, la carne de mi cuerpo fue comida por otros, y yo... dejé de comer carne.

Mi mamá no supo qué hacer cuando me negué a comer. Me llevó a una pastora. Después a un pastor. Me dijeron que tenía demonios. Que por eso no quería carne. Me hicieron ayunos, oraciones, me santiguaron, me rociaron con aceite, me obligaron a gritar “¡Jesús es mi sanador!” mientras temblaba de hambre, de rabia, de miedo.

No sabían que no quería carne porque ya había sido comida.

Años después, cuando los gritos de mi infancia se convirtieron en silencios adultos, empecé a notar mis mecanismos: la despersonalización, el pánico, la desconfianza, las adicciones emocionales. Los psicólogos les llamaron trastornos. Yo les llamé sobrevivencia.

En mi camino de sanación me crucé con otra terapeuta de adicciones. Era amable. Pero hablaba de Dios como si fuera la única salida. Yo me preguntaba: ¿Dios? ¿Ese Dios al que yo le suplicaba de niña que me salvara? ¿El mismo que dormía en la cama con mi abuelo y no hizo nada? ¿El que me dejó callada, inmóvil, muda, entre crucifijos?

Cuando le dije que la salud mental no puede basarse en fórmulas espirituales, que la educación sexual, la validación del trauma y la ciencia son vitales, me miró con lástima. Como si yo estuviera perdida. Pero yo no estaba perdida. Yo estaba viva.

Yo elegí mi carne. No la de ellos. Elegí mi cuerpo, mi voz, mi historia. Elegí decir que no. A Dios. A la carne. A los terapeutas que invalidan. A los que creen que rezar borra violaciones. Que un versículo puede curar una niñez quemada.

Hoy, no como carne. No porque aún me duela. Sino porque elegí no repetir la cadena. No seguir tragando lo que otros me obligaron a soportar.

Esta no es una historia de conversión. Es una historia de reconstrucción. Porque hay fe en la palabra cuando es libre. Hay salvación en el cuerpo cuando se escucha. Y hay evangelio también —pero uno real— cuando una niña aprende a decir: “Esto fue abuso. Y no fue culpa mía.”

Confirmo mi creación el escenario la luz!!

  Cantaba sin techo, sin miedo, sin freno, mi pieza era lienzo, caos bueno. Tacatac, caballito de palo, brillaba sin luces, sin darme ni ...